jueves, abril 06, 2023

 Tarzan Boy

Era 1985, el nuevo del salón. Ya pasada la historia de mis pies quemados, me dedicaba a divertirme en el salón de clases de la primaria, quitándome los zapatos y provocando el desorden, patinando en calcetines.
¡Cómo me encantaba hacerlo! A pesar de que la directora cuyo nombre no recuerdo, ¡Ah, ya! Florencia Martínez Espino a quien le apodábamos Godzilla (gracias Carlos Enrique por recordarme el nombre) y el profe Francisco me regañaban, aunque este último me guiñaba un ojo, aprobando mi acción de divertimento.
Probablemente ese profe nos enseñó lo más importante de nuestra transición de niños a adolescentes. Siendo el asesor entre quinto y sexto grado, siempre apostó por sonreírnos y que siempre sonriéramos,
Eran los años de la pre pubertad, de que nos llamara la atención el sexo opuesto o el propio, dependiendo de cada caso. También comenzaban las peleas a puño limpio, derivadas de la nada.
Recuerdo a Salvador Butanda que me puso unas tundas horribles y me ubicó en el lugar que merecía. Pero eso no me quitaba la intención de que siempre que podía, me agarraba con él a golpes, con deficientes y lamentables resultados.
Ya saben, el que le lloran los ojos perdía. El contendiente que tenía sangre perdía. Sí, yo era el que siempre perdía. En alguna ocasión en un centro comunitario cercano vi que practicaban Karate. Yo, tratando de defenderme mejor y me fui a asomar, pero descubrí que Salvador practicaba ese arte marcial.
¡Demonios!, me sentí como Daniel LaRusso, en el Karate Kid.
Con el tiempo, otro chavito, Noé, me puso la primera golpiza de mi vida, cuando fui a una papelería que se llamaba El Compás, en un la Calzada Nogales, donde ese establecimiento casi hacía esquina con unas hamburguesas gigantes, cuyo nombre he de recordar líneas más adelante. (¡Las Búfalo! ¡Gracias Marcela por el dato!). Recuerdo que al salir topamos hombros y comenzó el desastre. Mi desastre.
Bueno, Noé era un practicante de boxeo – en ese momento yo lo desconocía-. Hijo de un trailero, no tenía un padre frecuente y con muchos hermanos tenía que aprender a jugársela para defenderse. Espero que haya sido un boxeador, porque tenía talento, pero no supe más de él.
Como paréntesis debo decir que años después, Noé peleó con Armando Garibaldi, otro gran boxeador que conocí en la secu y obviamente, también confronté y perdí en segundo grado, pero al verlos en la batalla, pensé en un ganar y disfrutar. Ja. Cosas banas que los chavillos piensan.
El asunto es que después de tanto fregadazo, la vez de Noé llegué como santo Cristo a cada y acepté lo que propuso mi padre –el James Bond mexicano-: entrar a una escuela de Wu-Shu Kung-Fu, donde aprendí a defender, pero 20 años después. Pero de eso luego hablamos.
*
Después de que rugen los motores al arranque el silencio se vuelve un embustero, al creer que el armatoste no va a elevarse, cuando al avanzar y casi lo confirmas, tras enfilarse a la pista, porque anda lerdo, como un viejo y elegante elefante como si recordara sus años del circo y de repente… vuelve el estruendo.
Te dicen tus instintos que te persignes, que pidas por la paz mundial, por el renacimiento de las ideas buenas, por tu alma, tan tierna, inocente y animal.
Así comienza el viaje de un Boeing 737 al despegar a 220 kilómetros por hora. No existe el perdón ni el olvido entre la tierra y el cielo, ese pequeño purgatorio que vivimos los mortales al desafiar el cielo.
De esa manera entró al salón en quinto grado un pequeño nuevo compañero, al que presentaron con el nombre de Juan Ricardo Magallanes Moreno.
Juan Ricardo, se volvió popular desde su llegada al salón. Bien amable, amigable y con una conversación que a todos nos atrapaba. De diminuta estampa, pero con un peinado peculiar, flat top, de inmediato le apodamos el Drago.
Pero su conocimiento por la música en especial, era sorprendente. Nos llegaba con las canciones que iban surgiendo en un quinto de primaria donde todos pensábamos más en armar esas horribles figurillas de madera que nos vendían con la complicidad de los maestros, los mismos que en otras temporadas nos vendían álbumes de caricaturas, luchadores o en el mejor de los casos, Yo-yos Duncan, incluyendo una exhibición de ciertas suertes, como la mariposa o la torre Eiffel.
Torreón, mi tierra natal, tenía una peculiaridad muy extraña: algunos de sus habitantes habían emigrado a la tierra donde hoy vivo, hacia esta frontera o más allá, ya vivían el sueño americano.
Incluso décadas atrás, mis padres me contaron que vivieron en Chicago, pero esa era la usanza, eran los días.
Pero Juan Ricardo tenía un gran aliado: Su padre. En aquella época de nuestras vidas trabajaba como taxista, pero su casa era linda. Lo supe porque un día de escuela en sexto grado, casi al concluir los estudios, nos invitó.
Allí estaba el estudio de su papá, el espacio prohibido, pero al que habíamos ingresado, porque nos quería presumir la colección de discos LP de grandes bandas, principalmente la de The Beatles, que tenía en sus paredes.
Escuchamos algunas canciones, incluso, recuerdo, que sacó el tequila que tenía su jefe y como cinco o seis niños, le dimos un trago a un vaso tequilero y decíamos que estábamos ebrios.
De hecho nos fuimos porque Juan Ricardo le tomó al resto y se quedó desmayado.
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Entre todas las canciones que Juan Ricardo nos mostró, recuerdo dos momentos, uno cuando llegó emocionado por una canción de Baltimora, Tarzan Boy. Nos quiso enseñar fallidamente a bailar a algunos de sus amigos en el salón, porque para sexto grado ya se acostumbraban las tardeadas musicales, en la biblioteca, como abriendo la puerta a lo que nos esperaba en secundaria.
La segunda ocasión que le vi, debe ser probablemente en la preparatoria, cuando otros amigos, Gonzalo y Nena, que se convirtieron en mis hermanos, nos invitaron a la presentación de Betsy Pecanins, una de las bluseras más icónicas mexicanas.
Recuerdo a Juan y a su mamá cantando toda la noche en el teatro Isauro Martínez, donde los adolescentes pagamos la entrada, ayudando a la mamá de Gonzalo y Nena, atendiendo la dulcería, que era donde tenían una franquicia.
La canción que más les llegó a Drago, al que en secundaria tuve que acompañar en una extraña pelea en que tuve como antagonista a mi amigo Oscar Torres, era Cartero.
***
Anteriormente me quejaba de haber perdido las amistades, de ya no tener contacto con nadie y aunque les llamara o rechazaran mis mensajes y me sintiera pordiosero de la amistad, entendí que todo cambia.
Aunque uno no lo quiera, todo es diferente. La canción de One Head Light de The Wallflowers, del gran Jakob, nos deja una gran lección de la vida cuando en una parte de esa canción sostiene: “Man, I ain't changed, but I know I ain't the same”.
En ese sentido, cerraré la narración diciendo que Jack Daniel, como ahora se nombra, lo reencontré y hemos tenido conversaciones esporádicas y muy sinceras. Sé que sobrevivió al Covid en un proceso de la primera oleada y le fue bien recabrón. Sé que se le cerraron los bares para llevar su alegría.
Pero sé que vive en algún lugar de Monterrey, donde aparte de trabajar para su familia, sigue, y seguirá haciendo música, como de los mejores que dominan la armónica en el norte de México.
Gudnait.

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