jueves, abril 06, 2023

 Fui un niño quemado

Una mañana cualquiera, en las que el primer piso de la casa olía a cigarrillo, ronda de la música a madrugada, canciones tristes, en la que alguien aún intentaba entonar la melodía, me desperté.
Y bajé las escaleras como en una resbaladera, con los calcetines puestos, para dar más velocidad.
Como niño de los 1980, iba en búsqueda del televisor. Sí, yo veía a Chabelo aún en blanco y negro, con una perilla para cambiar el aparato de canal, moviendo una antena para bien sintonizar.
Y bajé de ese segundo piso para buscar el aparato, pero fui interceptado por adultos que me mandaron a comprar en olla, el menudo.
No sé si sea recurrente en otras partes del país, el menudo, la pancita, como le dicen al centro de México, pero ese día por azares del destino me tocó ir.
Y sin miedo lo hice, iba cargando una olla en mis manos por el pasillo o paseo de la Aves Liras, con rumbo al negocio de don Jaime y Doña Rosa.
Ellos eran los padres de mi amigo-enemigo Oscar, un chico mucho más grande que yo, con gran corazón pero también con muchos complejos para ese entonces. Oscar era mi amigo, y de él hablé y hablaré otras veces. Hoy no.
Recuerdo de ese día a su papá y a su mamá sirviendo el menudo vertiginosamente. Agiles, sincronizados, en un péndulo que me fascinaba. Pero en esa ocasión don Jaime puso en la mesa el menudo, el que servía para mí o mi familia o los invitados de mis padres.
Recuerdo mucho la idea porque yo la padecí. Al lado donde depositó en la mesa don Jaime la olla de menudo había un hombre desayunando en las mesas de metal, de esas que tienen tablero grabado para damas chinas o ajedrez.
Los segundos fueron cortos, el hombre reía, vocifereaba y con sus manos aleteaba, recuerdo su gorra gris, de espaldas, recuerdo que su codo en algún momento tocó la olla, a pesar de estar como a 30 centímetros de distancia, pero lo hizo y en ese momento, en, en un instante que viajó hacía mi, me hice para atrás, intentando protegerme, el daño hubiera sido peor, pero veía como todo el menudo caía, como el hombre se quejaba de haberse quemado el codo, cómo salté hacía atrás tratando evitar quemarme… y me quemé.
El líquido me quemó.
Nunca culpé a don Jaime, ni al señor que desayunaba. Desde mi corta edad asumí todo como un mero accidente. Luego comenzó el dolor. Alguien me cargó. Otro más me iba quitando los calcetines. Uno más avisó a mis padres, luego, luego… me desvanecí.
Despierto entonces en el Sanatorio Español, a unas cuadras del Bosque.
Estoy anestesiado, casi no siento, pero veo a una monja que me sonríe.
La segunda imagen que veo es a la monja, sujetándome las piernas, rezándome, suplicando que no grite y que entienda el dolor que Jesús tuvo en la cruz. Ese día, entendí que había un lobo dentro de mí.
Con el rosario en sus manos, pidiéndome pedir por el mundo entero, abracé a la monja y le dije cuando la tenía cerca de mi: “Jesús no murió en la cruz por gusto, no me hable de ese dolor, a él su padre lo mandó a morir”. Me vio con ojos aterrados y mientras se apartaba, en mis manos sostenía algunas piezas, de los misterios, creo que hay un nombre más preciso para ellos, por cada perla, pero no los recuerdo.
Lo que sí recuerdo es que después de esa ¿blasfemia? Desperté en casa, en la habitación de mis padres, donde la segunda televisión contaba con un regulador de corriente y estaba sobre un gran ropero.
No tengo mucha memoria de esos días, solo que mientras me recuperaba veía la tele ahí y alguno de mis hermanos servía de control remoto. No recuerdo haber dormido allí, pero me viene a la mente cuando dos de mis hermanos jugando, cayeron sobre mi pierna y la costra -que se había formado con un medicamento que, recuerdo bien, se llamaba Argostop, una especie de aerosol que formaba una costra-, se rompió, y luego todo en mi pierna fue rojo sangre y llegó mi hermana mayor y los corrió y reacomodó esa costra y fluyó el aerosol en mi pierna afectada hasta que me quedé dormido.
Recuerdo que con el tiempo bajaba por las escaleras por mi condición como si fuera un resbaladero, mis padres así lo permitían. Así recibí a mis amigos de la primaria en la sala, alguna ocasión.
No sé cuántos años tenía, creo que entre 7 y 9, mis hermanas aún lo dudan en precisar. Pero recuerdo a mi padre que me contó, en unos de sus viajes a la Ciudad de México, por Aeroméxico, que me recolectó a todos los E.T. que regalaban para esa época y me prometió que volaría con él. Y lo cumplió.
Pero esa es otra parte de mis recuerdos que quiero recordar, en otra ocasión, si me lo permiten.
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