jueves, abril 06, 2023

 ¿Canicas o agates?

¿A qué edad una persona va a entender su vida en la infancia? ¿En qué momento se toman las decisiones verdaderas que poco importan del instante pero que con la edad y las circunstancias se vuelven trascendentales?
Entre algunos de los juegos de la infancia, todo comenzaba a ciertas horas de la tarde, cuando regresábamos de la escuela.
Las calles en ese peregrinar de los infantes hambrientos, el sol insoportable del desierto casi nos hacía desfallecer.
Pero siempre había un árbol amigo, al que solíamos correr en el trayecto, una sombra donde hubiera un pequeño espacio de sosiego para llegar a casa.
En el interminable camino de los pies pequeños estaban también los aromas.
El olor de los alimentos preparándose emanando de las casas. Era esa una muestra del amor de Dios llamado madres.
Sí, porque los padres no cocinaban por el estigma de machos, en su afán de cuidar la identidad que en los ochenta aún nos caracterizaba.
Recuerdo en este momento a mi abuela Antonia. Una mujer que vivió en las horas más oscuras de la equidad.No la tuvo. Y no lo sabía, pero aún así avalaba a su esposo.
Así mi padre creció, entendiendo que la mujer era para cocinar, para atender a los hijos, para largarse de casa al desmadre, cuando quisiera. Y estaba bien. Porque esas eran las formas de educarnos.
Mi madre, tan educada y correcta, aceptó a un macho mexicano como amor de su vida. Una tragedia no corrige otra desventura, sin embargo así lo asumió.
A pesar de venir, ahora lo entiendo, de clases distintas, siendo sus padres los mayores accionistas en una compañía que se volvió cooperativa, se casaron.
Tuvieron hijos, hasta que nací yo, por gol de último minuto o cómo decirlo bonito, con VAR. De mi nacimiento no requerido hablaré después.
***
Somos parte de la magnifica idea de creer en un Dios o de una creación natural, nuestro origen es la incógnita de la Humanidad.
Sin embargo y así, nos atrevemos a creer, a tener fe, a desvirtuar a quienes nos antagonizan y a fallar incluso, para triunfar.
Al lector común que haya llegado hasta este punto le parecerá confuso mi argumento, sin embargo, en esta loca idea de recuperar mis recuerdos, todo tiene sentido.
Lo expliqué al inicio. Entre algunos de los juegos de la infancia, todo comenzaba a ciertas horas de la tarde, cuando regresábamos de la escuela.
Así nos juntábamos los amigos, bajo la sombra de un árbol, para jugar a las canicas. Había varios juegos que mal recuerdo, en ellos participaban todos mis amigos que ya he nombrado. Bueno, era el tirito mayor, el tirito, al pozo y otros más que se me escapan de la memoria.
La afición de ganar las canicas al jugar tenía una peculiaridad, uno como triunfador, dejaba su pequeña garra en el pozo marcada, aglutinando las canicas en el puño y ayudado por otros, las llevaba a la bolsa, donde se guardaban los tesoros.
Ganar una cantidad de canicas no era lo importante, sino el privilegio de ser considerado un astuto al disparar usando el pulgar y el índice, con precisión de un tiro nuclear.
Estos juegos se han perdido con el tiempo, pero nunca las memorias o la intención de sacar la recuperación de una diversión sana entre mis recuerdos.
Si llegaron hasta aquí y se preguntan, por qué cité a mi abuela paterna Antonia a quien llamábamos no cariñosamente Mamotra, sino por imposición, les contaré.
***
Entre las facultades que tenía doña Antonia, llamada Mamotra porque le super encabronaba que le dijeran abuela y prefería la palabra Mamá Otra o Mamotra.
Los especialistas del lenguaje en los comentarios me pueden decir el término que define ese concepto.
Pues bien, Mamotra, tenía dos dones, fue esposa de un revolucionario y hacía comida deliciosa. Casi siempre.
Recuerdo sus tamales, los niños haciendo la danza alrededor del fuego de leña mientras se cocían o bien, su astucia, para preparar la mayonesa para una ensalada deliciosa que no podía faltar en las fiestas infantiles.
Pero también, de mi abuela recuerdo cuando nos dio un licuado una mañana viendo Chabelo y nos obligó a tomarlo, como era su costumbre, tocando el cinturón de piel gruesa del abuelo Macario, fallecido años atrás, asegurando que nadie se movería de la mesa a menos que quisiera un chingadazo.
Esa ocasión, estando todos los primos, después de llorar y querer correr del comedor, al probar el batido, mi abuela entendió que había puesto sal en lugar de azúcar.
Mamotra poco hablaba. Era una forma extraña del budaísmo mexicanizado. Cuando lo hacía su palabra era ley. De cierta forma viví el matriarcado disfrazado de machismo.
Por su culpa, mi madre se enojaba, cuando le tocaba trabajar por las tardes y yo salía con los chicos a jugar a las canicas y mi abuela acompañada de dos tías, literalmente asaltaban la despensa que vehementemente había comprado mi mamá.
La alacena se quedaba sola, hasta que Maga compró una alacena con llave. Eso desató la furia de Mamotra, de mis tías y de mi padre, pero mamá no dio un paso atrás, de aquí no se llevan más.
***
Los desencuentros con Mamotra fueron similares con el tiempo. Los días de cuaresma, vivíamos la pasión de Cristo. Nos obligaba a comer toda esa cosa típica de la víspera y nadie se podía levantar hasta que acabara.
Creo o no sé, por alguna razón teníamos que estar en su casa para esas temporadas de vigilia y vivir la atrocidad de comer garbanzos y tortitas de camarón, a huevo.
Mi hermana Yol y yo, odiamos la comida de la crucifixión, pero no es gratuito. Siempre hay un por qué.
¿Y qué tiene que ver Mamotra con la comida, con las canicas y con esta historia? No lo sé, tal vez, que una ocasión, quizás la única, me hizo un regalo.
En alguno de mis últimos cumpleaños de la infancia me regaló una bolsa de canicas, pero ella sostenía que eran agates, así les llamaba, pensando a través del tiempo, creo que se refería al ágata, su parecido con esa piedra pues.
Ella creció en Pedriceña, creo que así se llamaba, una comunidad rural dedicada a la minería.
Mi Mamotra fue pariente de un músico mexicano de apellido Esquivel, “escribió Las Gaviotas”, me dijo y aseguraba cada vez que platicamos y a la par me afirmaba
.
Años después, cuando escuchaba la canción en la película Jurassic Park, papá también aseguraba que esa canción era de su tío.
Mi abuela en sus últimos años me reclamaba, ya viviendo aquí, en lo más cercano a lo perfecto: “¿Por qué traes esos pelos tan largos?”, yo siempre le respondía, en una forma de hacer deferencia y la convencía, “es una manda”.
Bueno, los agates como le decía o ágatas, me transportaron a algo que platiqué ayer con mi amigo de la infancia, mi gran “enemigo” Oscar Torres, de cuando jugábamos, siendo niños. De eso y de ver el universo a través de esas piezas.
Oscar y yo nos reímos, al coincidir que los avances que esta semana nos presumió la NASA, de sus fotografías del universo, no son otra cosa, que nuestros agates, viéndolos con dirección hacia el sol, tirados en el piso.
Nos escuchamos en unos cuantos minutos de toda nuestra historia a lo largo de décadas, recordamos en breves minutos y lloramos por nuestros familiares, amigos y espacios perdidos.
Reímos gran parte de la conversación, hablamos a la velocidad de la luz al reencontrarnos, nos platicamos del dolor y del crecimiento como personas como si no hubiera un mañana.
Y lo más chhingón, algo que pocas veces pasa, a pesar del tiempo alejados, en una videollamada, nos encontramos, como si nunca hubiera existido el ayer.
Pensamos en la película de Man In Black, que el collar del gato y volvimos a reír.
Pensamos y dejamos de pensar. Coincidimos en que las fotos de la NASA son canicas vistas desde los ojos de un infante.
El universo somos al observar a través de las canicas, somos nosotros, somos canicas o agates… y no hay nada más.
Gudnait.
Puede ser una imagen de cielo
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