jueves, abril 06, 2023

 Días de campo de mi infancia

En la década de 1980 era muy usual que durante los días de vacaciones de Semana Santa mi madre nos llevara a los balnearios cercanos a Torreón.
El transporte era rudimentario, recuerdo que nos subíamos decenas de personas a un camión de redilas, de esos que surten mercancía en los mercados.
En ellos viajaban varias familias que se reunían para la ocasión. Llevábamos de esas clásicas bolsas de mercado cuadriculadas, con alimentos y frutas, para pasar la tarde en los riachuelos, en algunos sitios con aguas termales y también hasta piletas de riego. Todo servía para apaciguar el calor.
Recuerdo que en ocasiones íbamos también en coche, cuando los vecinos de la calle donde vivía, la Aves Liras, lograban ponerse de acuerdo y se hacía la caravana.
Recuerdo que don Lucas, un hombre de apenas 1:40 de estatura, solía repetir mi nombre mientras me jalaba los cachetes.
-Mauricio Macario, Mauricio Tercero, Mauricio Rodríguez ¿O cómo era? Y volvía a hacer las posibles combinaciones de mi nombre hasta dejar mis cachetes colorados, sin llegar a lastimarlos.
Lucas era un buen hombre, se hizo cargo de como cinco hijos cuando quedó como padre separado y a todos trató de darles lo mejor de sí y aunque vivían en condiciones paupérrimas, nunca les faltaron los frijoles.
Don Lucas era un especialista en asar los pescados. El sabor que le imprimía a las mojarras y charales, son de los pocos sabores que aún tengo de mi infancia.
Los recuerdos de esa época de mi vida –no alcanzaba ni los 10 años de edad- son vagos, por eso trato de recuperarlos con la mayor nitidez posible.
Entre ellos, me viene a la mente cuando nos adentrábamos en los campos de cultivo, con el permiso del propietario y por una mínima cantidad que los adultos pagaban, nos permitían tomar parte de la cosecha. Melón y elote, principalmente, que nos servirían para comer durante el transcurso de la visita.
Tengo muy presente una ocasión, en un balneario, donde llegamos a ir, donde había peces. Eran multicolores, en un agua tan clara, que casi se les podía acariciar. Un grupo de niñas y niños nos fuimos adentrando, había una especie de niveles que sin llegar a ser cascada, bajaban tierra adentro, en una superficie diagonal.
Algunos de los infantes se fueron quedando atrás, yo seguí avanzando, sujetado en una pared lamosa, avanzando al otro lado del estanque. En algún momento me solté, me sumergí involuntariamente y abrí los ojos.
Pude ver los peces rodeándome en una extraña pero no menos bella danza, que siempre guardaré en mi memoria. El silencio absoluto se compensaba con la fiesta multicolor que estaba a mi alrededor.
No sé cuánto tiempo pasé así, pero sí reconocí cuando el aire ya me faltaba y recordé que alguien me había dicho que si en algún momento sentía que el agua me superaba, nadara como corren los perritos, pataleando coordinadamente, sin caer en la desesperación.
Alguien me sujetó en la orilla, sentí entonces varias manos que me levantaban a la superficie.
“¿De quién es este niño?” Gritaban los adultos con el rostro desencajado. A lo lejos vi a mi madre que corría a mi alcance. De esas tardes de día de campo, no recuerdo nada más.
Hasta hoy que me salió el tráiler de La vida de Pi. La escena de los peces en la noche, me remitió a ese instante. Eran los días felices.
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