miércoles, abril 05, 2023

 Los niños vuelan gratis

A finales del mes de mayo de 1982 se estrenó en Estados Unidos, una de las películas que marcaron a mi generación, la de los ochenta.
Mi vida siempre ha permanecido en el cruce de un puente a ninguna parte aparente. Nacido a mediados de la década de los setenta, viví la transición de niño a adolescente en los diez años posteriores.
Cuando se estrenó en Estados Unidos, The Extra-Terrestial (E.T.), o el Iti o el Extraterrestre, como le decíamos la mayoría que no dominábamos el inglés, yo tenía siete años.
Era una bomba para todos los que teníamos televisión el ver ese pequeño ser café en una historia increíble. Para mí no lo fue tanto, hasta que en 1983, gracias a un fenómeno celeste, que me tocó vivir junto a mi amigo Benny, con quien compartía el patio al estar a la casa de al lado, me hizo interesarme.
De ese episodio hablaré después, si mis recuerdos me lo permiten, pero centrémonos ahora en este capítulo de mi existencia.
Después de que por única referencia de vida extraterrestre tenía como puntos de partida los programas de Cosmos de Carl Sagan, explorando el Universo y la lucha infructuosa en 60 Minutos de Maussan de demostrar la presencia en la Tierra de vida alienígena en nuestro mundo con el caso de Billy Meier, mi afición hacía la vida de otro planeta se presentaba como una gran opción, “real” por vez primera.
A México no llegó la película sino hasta diciembre de 1982, ya cargada de gran publicidad por la crítica, sobre la trama y los efectos especiales.
Como en algún momento lo narré, mi madre trabajaba como recepcionista y alguna vez subgerente del Hotel Galicia, justo frente a la Plaza de Armas, en Torreón Coahuila.
La plaza, si mal no recuerdo, tiene un cuadrante formado por las calles Cepeda y Valdez Carrillo y las avenidas Juárez y Morelos.
Justo en la intersección que forman la calle Valdez Carrillo y la avenida Morelos, estaba el cine Princesa.
Antes fue un teatro de renombre que logró tener entre sus paredes a los grandes artistas de la época, pero que tristemente, como ocurre siempre en este país carente de fe en sus recintos arquitectónicos, fue demolido a finales del siglo 20.
Ese lugar, ya en su etapa decadente, proyectó el ET, en 1983. Había muchos otros cines más donde se exhibía, pero la película era un fenómeno mundial y nadie se la quería perder.
Recuerdo que ese día, mi madre nos llevó a todos a su lugar de trabajo. Mi padre, que trabajaba a unas cuadras en la avenida Morelos siendo el jefe del sección del Departamento de Presupuesto Regional del Banco Rural, pasaría a recogernos para llevarnos a casa.
Impacientes, por la espera, porque mi padre solía irse a los billares dos cuadras atrás del hotel por horas hasta que mi madre acababa el turno, al tardarse más de un par de horas, nos hizo pensar que regresaríamos a nuestra morada en taxi o bien, como solía hacerlo, hasta las 11 de la noche, cuando mi mamá concluyera su turno.
El sol ya casi se extinguía junto con nuestras esperanzas de regresar con él a casa.
Este día no fue así, no volvimos a nuestro hogar, fue especial.
Mi padre, según entendí con el tiempo, tenía un puesto de importancia y por eso viajaba constantemente y se ausentaba de casa, a veces, cada que podía a jugar billar, baraja o echar la copa con los amigos.
Pero este día, el día de ese atardecer, aunque mis recuerdos son difusos, recuerdo verlo emocionado al llegar al lobby del hotel y mi madre haciéndole caras de enojo y el feliz diciéndonos que lo siguiéramos.
Apresurados, todos caminábamos o casi corríamos siguiéndole, cruzando la plaza hasta llegar al cine. La marquesina no mentía: “ET: El Extraterrestre”.
Emocionados, corrimos hasta el hall, donde el olor a palomitas recién hechas impregnaban el lugar con su peculiar aroma y el sonido de su erupción hacía compás con las bellas imágenes que se observaban en las vitrinas: golosinas multicolores, de nombres ininteligibles, pero entre ellas estaban las Lunetas.
¡Ah, yo amaba las Lunetas! Y me compró unas y fui feliz hasta adentrarme de su mano, en esa nave donde la oscuridad predominaba, salvo por ciertas luces rojas que entre escalón y escalón demarcaban los escalones que me alejaban a unos cientos de metros del lugar donde nos sentaríamos a ver la función.
Esa noche salimos contentos, creo.
Tiempo después tuve un accidente, me quemé, ya lo conté líneas atrás y mi padre, que para ese entonces viajaba demasiado, me prometió traer ciertos ET, que regalaban en los viajes en Aeroméxico y a manera de consuelo, me prometió también que viajaría con él alguna vez en avión.
Yo creí, que por estar convaleciente él quería reconfortarme. Pero una vez recuperado, el año siguiente, tal vez, fue en 1984, los años me fallan, lo cumplió.
Mi viaje fue obra del destino, porque Aeroméxico, en el tiempo de esa década de crisis económica en el país, aun así, lanzó una promoción en la que los niños durante el mes de abril, el del Niño, viajarían gratis.
Cuando mi padre fue asignado a viajar a México, no lo pensó dos veces y me incluyó como su pasajero de al lado.
Alado, así me sentí, estando junto a él, antes de subir al avión. ¡Mira papá, tengo alas, le presumía en la sala de abordar.
Al subir la escalinata final y estar en los asientos, me decepcioné un poco, porque pasaban los minutos y salvo las azafatas que nos daban ciertas advertencias que no entendía, no pasaba nada. Solo el aletargado ruido de las turbinas que hacían moverse al avión, primer en reversa y después enfilándose a la pista.
Fue entonces cuando mi padre verificó que mi cinturón de seguridad estuviera colocado de la forma correcta, fue justo cuando moviendo mis brazos me persignó y me dijo, aquí va ya, vamos a volar.
Entonces, las turbinas se volvieron ensordecedoras, las rayas de la pista se comenzaron a unir y de repente…. ¡Puf! Ocurrió.
El capitán daba el estado del tiempo, la hora de salida y el tiempo estimado de viaje.
Mi padre, me miró a los ojos y me dijo, estamos volando y ahorita el avión dará una vuelta, no te asustes, si te quieres asomar por la escotilla, hazlo, pero no temas.
Entonces levantó esa cobertura y vi la ciudad atrás, desvaneciéndose ante mis ojos, haciéndose todo cada vez más pequeño. Y me encontré al voltear la vista hacia arriba a las nubes, luego estuvimos entre las nubes, más arriba de ellas, estaba allí, el cielo.
Papá pidió un whiskey y una naranjada para mí. Yo leía las revistas y una de las aeromozas me trajo algo para colorear y mi padre le susurró algo al oído y ella sonrió. No pensé mal ni bien, son de las cosas que hacen los adultos, pensé.
Fue entonces cuando papá, a una señal de la mujer me liberó el cinturón y dándome su mano me dijo, ven y lo seguí por el pasillo. Llegamos a donde estaba la aeromoza y ella abrió la puerta y allí estaban, miles de botones ante mis ojos, y dos hombres piloteando.
El capitán me dejó acercarme y me explicó cosas que nunca supe entender. Después de algunos minutos regresamos a los asientos y de inmediato el capitán anunció que faltaban algunos minutos para aterrizar y era necesario dejar de reclinar los asientos, cerrar las escotillas, levantar las mesitas y ponerse el cinturón de seguridad.
El aterrizaje fue perfecto, -creo, porque aún sigo aquí-, justo como ese par de días en el que papá y yo caminamos juntos, por la Ciudad de México.
Mis recuerdos a veces son vagos, como yo, pero trato recuperarlos.
Hay una canción de Andrés Calamaro,que escuché hace algunos años, que me hizo pensar en esos días.
Pero esos son momentos que narraré si el tiempo y el lector, me permiten continuar. Porque los niños vuelan gratis y siempre tienen un poder extraterrestial.
!Felices 40 ET!, donde quiera que estés.
Puede ser una imagen de juguete
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