jueves, abril 06, 2023

 Sufre mamón

Todos conocemos a alguien al que cuando se dan las charlas de confianza solemos confesarle “cuando no te conocía, pensaba que
eras bien mamón/a”.
Es una frase que aunque pudiera ser un cliché sirve para reafirmar los lazos de empatía entre las personas que se van conociendo, hasta convertirse amigos.
Lo que desconocemos, es lo que al final se sigue pensando. De ello dan cuenta los años o tal vez no y solo sean las circunstancias propias del diario
convivir, la que van dejando claras las imágenes.
Cuando comenzaba la transición en de la vida de la primaria a la secundaria, la vida era hasta cierto punto fácil. Por mi cuenta, no había mayor problema, no tenía más que un puñado de buenos amigos, donde solo nos calificábamos con apodos. Y eso era lo correcto.
Entre los nombres de los amigos, siempre estaba un gordo, un flaco, un largo o un chaparro, un guapo y un feo. El mamón no era parte, porque no existía.
Pero en ese lapso, donde los cambios tanto físicos, como los de la manera de pensar se daban llegaba el cambio de grado, la temible secundaria.
Nos lo habían advertido los más grandes de la cuadra: cuando eso ocurra nos empezaremos a separar. Y así fue. Poco a poco los intereses fueron cambiando. Algunos por apego a estudiar, otros en su despertar a la adolescencia y la atracción de alguien más, el otro opuesto que se ama, de eso hablaremos después.
Decía que a mí no me iba a pasar, que conservaría mi pandilla, el tiempo que pudiera, pero el primero que se fue, fue Beny, luego Ulises el Wampi, y el Flaco Rogelio. Luego Luis, del que les conté que su mamá vendía las papas de Barcel. Él sí me dolió. Porque me quedé sin amigos, solo Oscar y yo quedamos, pero como eternos combatientes en una guerra inocente sin sentido, para ese proceso, no nos hablábamos y así entramos a la secu.
En ese tiempo, ya en la secundaria, me había tocado en la Federal 9, pero como mis padres trabajaban y ninguno procuró inscribirme, perdí mi lugar. Dicen que era una buena secu, pero nunca lo supe.
A cambio tuve que entrar a la Secundaria Federal 5, en el turno vespertino.
La 5 en la mañana tenía cierto prestigio, pero en la tarde tenía fama de reformatorio o de rechazados de otras escuelas. Y no era para menos en su núcleo por las tardes confluían al menos tres o cuatro pandillas que se apoderaban de sus paredes externas.
Cuando en uno de los días de inicio me tocó presentarme, tuve que identificarme con mi nombre real. ¿Saben lo que es eso para un niño entrando a la adolescencia, el revelar el peor de sus secretos?
Este texto no tiene risas grabadas, pero sí. Allí comenzó ese crudo momento de escuchar una y otra vez “Mauricio, Macario, Mauricio Macario…”, hasta el infinito seguido de risillas burlonas de estudiantes y maestros que no terminaban por aprendérselo.
En ese momento decidí que no debía hablar con nadie. Hasta que…
*
Mis únicas horas felices, era ir, escapar junto a mis padres o mi madre, a los centros comerciales, allí podía observar y desprenderme de todo. Con el tiempo, -como ya narré palabras atrás- entendí el sentido socrático de las cosas.
Para mi mala fortuna, un día de fin de semana, al llegar a la caja, mi madre pagaba y la cajera le daba el cambio, cuando volteó a ver al empacador y me di cuenta que era uno de mis compañeros del salón de la secu, el que se sentaba atrás de mí.
Nos vimos de frente y solo hicimos una seña como reconociéndonos y ya.
Y sí, era de esperarse, el lunes, estuvo chingue-y-chingue, él y otro compañero diciéndome al oído “Mauricio Macario, Mauricio Macario”, hasta que harto, volví la vista atrás y al reconocerlo le pregunté: ¿tú eres el cerillo de la caja? Y afirmó con la cabeza.
A partir de entonces empezó una de mis más largas y pocas amistades que he tenido en mi vida, con Ricardo Medina Carreón.
A quien ya no considero hoy en día más que un amigo.
**
Cuando estábamos en la secundaria, Ricardo vivía a unas cuadras de la secundaria, la facilidad de ir a su vivienda que colindaba con el canal de riego llamado popularmente el Tajo, nos hizo empezar las mejores historias en busca de la identidad.
En ese barrio, estaba Gonzalo, Nena, Troya, Yin, Javis, Eloy, Verito, Omar y otros más que no aunque coexistían no coincidían como amigos, yo era el vínculo. Y de todos guardo historias que en su momento narraré.
Pero entre las pendientes con Rica, están las de reír hasta que nos doliera la panza en la parte frontal de la casa de sus padres a la que yo llamaba “El Teatro del Pueblo”, donde los desamores eran el punto de partida o bien, cómo no mencionarlo, el día que volé para llegar el día de su boda. Pero eso vendrá después.
Por hoy recuerdo que además de las batallas en la escuela literalmente por sacar la escuela adelante, junto a Ricardo compartí peleas contra otros, algunas las perdimos en otras salimos victoriosos, pero al final, siempre nos despedíamos por la noche, después de ir a los videojuegos de Trosky que estaban en la esquina de su casa, hasta preguntarnos por qué la chica que nos gustaba no nos hacía caso.
En ese tiempo de la secundaria teníamos un taller, creo que para ese entonces habían dos opciones: el de mecánica o el de electricidad.
El primero con un profesor al que le decíamos Mandibulín, por su prominente quijada y el otro, del profesor Longoria (no recuerdo su apellido, al rato que Ricardo me lo recuerde, borro este paréntesis y lo agrego).
El maestro Longoria nos enseñó lo básico; desde hacer los amarres con cable de distintos calibres hasta conectar las luces en distintos circuitos, haciendo que encendieran.
Eso despertó una luz en Rica, mi amigo. Después de entender que era un gran aprendiz, su gusto por la música y hacer el juego de luces y audio mezclado, tuvo un sueño: quería ser Disc Jockey o DJ, pues.
Aunque de Rica me separé en la última etapa de la secundaria por estupideces propias de la edad, al regresar alguna vez a vernos, nos saludamos con tanto cariño en una discoteca, mientras ambos bailábamos. Sí, alguna vez también bailé.
En los tiempos de secundaria, había bailes, donde por las tardes, nos juntábamos para divertirnos y regresar a casa o sudados o empanzonados de refresco porque nadie quiso aceptar la invitación a que luciéramos nuestros mejores pasos en la pista.
De esas tardes previas a los bailes, me vienen recuerdos fugaces: un amigo que experimentaba con cerveza caguama los efectos de la borrachera le hicieron llorar por un sapito. Angustiado nos pedía que encontráramos a su mamá.
Otro, en otra tarde alucinando con no sé qué sustancia, solo decía ¡Tardeada, tardeada! Mientras se contorsionaba y nos provocaba risas, tratando de hacernos que entender que teníamos que ir a una tertulia donde nos convocaban.
Eran los ochentas, tiempos de los grupos de rock en tu idioma, del rock en inglés glam, del canciones de Hombres G como “Martha tiene un marcapasos”, “Indiana” y “Sufre Mamón”, por mencionar algunas.
Y citó a Hombres G, porque Rica se aferró a ir a ver esa mala película que protagonizaron los españoles.
Pero también recuerdo que caminando por la calle del Tajo, volviendo de la secundaria, a unos 40 metros de su casa, una motocicleta lo atropelló, fue todo tan vertiginoso, que cuando ocurrió, la tarde se convirtió en anochecer.
Al verlo ahí, por instinto lo cargué, mientras la gente que comenzaba a arremolinarse me abrió camino, hasta llegar a su casa.
Pero en ese trayecto, Rica, sólo preguntaba algo, insistentemente, tal vez aún aturdido por el atropello: “¿Dónde está Macario, dónde está Macario?”, repitió hasta que le dije, te estoy cargando wey.
***
YO... MACARIO
Pocas personas en mi vida me llaman por mi segundo nombre y menos por el tercero que es, bueno, los que leyeron antes ya lo saben.
Considero más que amigos, hermanos, a quienes me llaman por mi segundo nombre. En esa lista está Ricardo, Javy S, Gonzalo M, Pepe S, Jorge LL y creo que ya. Me disculpo si alguno se me escapa en estas memorias.
De alguna forma todos ellos han pasado por los primeros párrafos que dieron inicio a este capítulo. Si no los recuerdan, pueden subir palabras atrás. ¿Ya lo hicieron? Ok.
Si no, se los recuerdo: Todos conocemos a alguien al que cuando se dan las charlas de confianza solemos confesarle “cuando no te conocía, pensaba que eras bien mamón/a”.
Es una frase que aunque pudiera ser un cliché sirve para reafirmar los lazos de empatía entre las personas que se van conociendo, hasta convertirse amigos.
De alguna manera, la vida me ha hecho que los otros siempre me vean como un mamón. A lo mejor lo soy. Pero he tratado de ser un hombre diferente, pero justo y sin tratar de que mi palabra ofenda, por su honestidad brutal ha causado daños o tal vez aciertos no compartidos.
Pero esta noche compartí un video a Rica, de un DJ que me gusta el trabajo que está haciendo y le dije que él pudiera agregar algo así a lo que hace.
Hoy Ricardo es aparte de un profesionista, un DJ exitoso en mi tierra natal, de quien me siento orgulloso.
Compartimos algunas palabras y me escribió de su preocupación por sus hijos y su futuro, le dije que no temiera, que tenía una anécdota que contarle sobre un chico que conocí, no alcancé a escribirlo, pero era uno que estaba trabajando como cerillo en un centro comercial…
Pero Rica, tenía que irse a dormir, prometió leerlo mañana, o sea hoy.
Dije antes, que Ricardo hace años dejó de ser mi amigo. El tiempo lo convirtió en mi hermano. Vivimos tantas cosas que justo ahora, he pasado la regla de las tres páginas a simple espacio y sigo escribiendo.
Ya habrá tiempo para más.
No me queda más que decirle: Sufre (disfruta este recuerdo) mamón.
Gudnait.
En la foto: Ricardo con el autor, alguna tarde compartida, después de la secu, en el "Teatro del Pueblo".
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