viernes, abril 02, 2004

¿Quién va para Chihuahua?


Para el 22 de abril andaré por la capital de estado grande, para participar en un ciclo de lecturas que organizan unos camaradas de la Ciudad de Chihuahua.
No sé exactamente cómo estarán conformadas las mesas ni quienes participaran en todo el evento, es más no sé ni cuál es la razón del evento, solamente me he mantenido en contacto vía electrónica con los organizadores.
Lo que sí sé, es que no tengo lana para lanzarme a tal presentación. Voy a tener que recurrir a mi antigua forma de viaje, de dedazo.
Parte de lo que implica estar casado es que el salario ya está designado para cubrir distintas necesidades, incluso semanas antes de recibir el pago por trabajar.
La renta, la compostura del automóvil, los viveres, la comida del chamaco, los recibos de servicios, todo cuenta para que uno se vaya quedando más pobre que un pedigüeño.
Hace un par de años que no viajo solicitando la caridad de los automovilistas, pero el hecho lejos de desanimarme me llena de expectativas.
La última vez que lo hice, fue por un error de cálculo. Recuerdo que fue un jueves, cuando algunos palabradores de la región viajaríamos a la ciudad de Chihuahua para participar en un encuentro nacional de verberos.
Según lo acordado, los participantes que partiríamos de esta frontera nos veríamos a las seis de la mañana a las afueras del Museo de Arte, de donde partirían las camionetas con destino a la capital.
Tal y como me comentaron quienes se fueron en el convoy, la hora de salida se postergó hasta las 6:40 de la mañana. Yo llegué a las 6:50.
Una noche anterior me había salido a beber en solitario por algunas cantinas de la zona centro. Acostumbrado a andar de pata de perro, me importó poco que la noche me fuera alcanzando hasta altas horas de la madrugada, total, traía algo de ropa en el automóvil y había decidido no dormir para lanzarme directamente de donde anduviera al punto de encuentro.
Sin embargo, la noche y su bohemia concluyó tiempo antes de lo previsto y no me quedó otra que retirarme a casa. En ese entonces pasaba una temporada en casa de mi padre.
Todavía recuerdo que andaba bien pedo cuando toque a la puerta de su habitación para pedirle de favor que me llevara en la mañana al museo, porque tenía el viaje.
El sueño me venció un par de horas y a las 6:15 desperté como alma que lleva el diablo para intentar alcanzar a los demás participantes, pero todo fue inútil.
Cuando mi padre me dejó en el recinto cultural, el entorno lucía desolado, todavía mi jefe tuvo a bien preguntarme que sí estaba seguro de que ese era le punto de partida. Obviamente le dije que sí y que la cita era para una hora más tarde, pero por dentro no dejaba de pendejearme por haberme jeteado.
Total que luego de echarme una comisión de santos para que me cuidaran en el camino, mi progenitor se regresó a su hogar y yo me quede allí, así, como güey a la espera de una buena idea para ver que hacía durante los próximos tres días.
Lo más lógico es que me hubiera lanzado a la central camionera para comprar un boleto e irme como un viajante decente a donde el encuentro. Pero como arriba mencione, la noche anterior fue de juerga y mis recursos monetarios llegarían al deposito bancario hasta un día después.
Con menos de 100 pesos en la bolsa y una cruda de la chingada, tomé mi primer aventón frente a la calle Paseo Triunfo de la República, que no es otra cosa que un nombre bonito que se le adjudico en la ciudad a la lombriz panamericana.
Una camioneta me acercó hasta la glorieta del kilómetro veinte, es decir, a las afueras de la ciudad. En este sitio es común encontrarse con decenas de personas, que por distintos motivos buscan la compasión de un conductor que les lleve a sus destinos.
Y ahí estaba yo parado fumándome uno de los cigarros apestosos que me quedaban, mientras los vehículos pasaban sin intención alguna de detenerse.
Así se fueron más de dos horas. Solamente las mujeres tenían suerte de ser llevadas por traileros y viajantes. Tiempo después me enteré que las féminas no eran propiamente necesitadas de la ayuda, sino que se trataba de una red de prostitución a las afueras de la ciudad, pero esa es otra historia.
Fue solamente hasta que pasaron unos vatos que trabajaban en el Gobierno del Estado y que iban a entregar unos papeles a Villahumada, cuando pude emprender el viaje.
El poblado de Villahumada es reconocido por dos cosas: por sus excelentes burritos (una especie tacos de harina con guisos adentro) y porque se encuentra justamente en el punto medio entre la capital del estado y la Ciudad del Crimen.
Luego de comerme un burrito y una quesadilla, comencé a caminar otra vez rumbo al sur, para solicitar el aventón. Era un día nublado y ya comenzaba a sentirse las primeras gotas de lluvia, por lo que en ese momento de la travesía tal vez fue el único en el que sentí desesperación.
Para mi fortuna, un paisano proveniente de Oklahoma que viajaba en una camioneta Durango, se enfrenó para invitarme a subir.
Este vato venía acompañado de su familia, por lo que no pude viajar en la cabina y me tuve que conformar con acompañar en la caja de la camioneta a otros tres individuos que al igual que yo, habían contado con la misma suerte.
Este trip fue en septiembre y aunque el verano no se ha largado del todo, sin embargo en el desierto, cuando se viaja así recibiendo el aire en el rostro a más de 120 kilómetros por hora, comienza a calar el frío.
Afortunadamente esta parte del trayecto se fue rápida, el conductor era un pinche demente que parecía haber olvidado que llevaba seres humanos en la parte trasera, pero viéndolo bien, se le agradece, fue algo así como subirse a la montaña rusa por espacio de 50 minutos.
Me bajé en Sueco, un poblado en medio de la nada. Conseguir transporte allí fue más fácil de lo que pensé. Apenas tenía 10 minutos en el lugar, cuando un trailero con el que había compartido cigarros me ofreció llevarme hasta Chihuahua.
Sin pensarlo dos veces, abordé, ahora sí en la cabina, y me pasé una de las horas más entretenidas de lo que han sido mis viajes raideros.
Supuestamente este vato era un ex trabajador de refinerías, oficio por el cual, había pisado distintos puntos del mundo. El güey se conocía la vida en Ámsterdam, Tailandia, Ecuador y no sé qué otras partes del mundo. No negaré que en un principio pensé que me estaba tirando patrañas, pero luego de seguir la conversación me di cuenta que muchos de los datos y anécdotas que narraba tenían cierta coherencia.
No pude menos que desilusionarme de que el viaje se fuera en un santiamén, incluso en un momento dado a la llegada a Chihuahua me vi tentado a seguirme de largo hasta la capital del país, que era el destino de mi interlocutor.
Pero el viaje es el viaje y mi destino lo había pactado tiempo atrás. Bajé en la Ciudad de Chihuahua, prácticamente convertido en un homeless y luego de hacer algunas llamadas telefónicas que resultaron provechosas, me subí al primer autobús urbano para llegar a la zona centro.
Eran cerca de las cinco de la tarde cuando arribé al hotel donde se realizaría el encuentro. Luego vinieron las mesas de discusión, la internación en la sierra y mi fractura de tobillo, historias en las que ahondare cuando tenga un poco más de tiempo.
Es viernes, hay que llegar a casa, donde el viaje jamás termina.


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