domingo, abril 25, 2004

El viaje adentro I


Siempre que por algún motivo tengo que abandonar la ciudad, el viaje se expande más allá de lo territorial, es un recurrir a la memoria para reconstruir espacios que se quedan y las nuevas formas que voy conociendo en el paisaje.
Viajar es elevarse más allá de mis posibilidades existenciales, son otros yo los que gobiernan al salir del desierto, comienza entonces ese juego al que estoy predispuesto, planteado en películas como Fight Club. Yo el hombre no de doble sino de múltiple personalidad viene del entonces hacia el por supuesto.
La luz es dulce cuando se apaga y más enjambre que una cabellera enredada entre los dedos infinitos de la muerte no la podremos invocar ni con un rezo desde la parte más alta y desnuda de la ciudad.
Sin embargo todo queda grabado en mi ingravidez, siempre tan inocente como maldito, siempre tan cotidiano como inusitado, siempre tan nunca.
Hay lagrimas que en el momento de partir prefieren secarse como los momentos que arrebatamos a nuestros vagos personajes de heroísmo. Huracán, creo que es el huracán o la tormenta lo que vuelve, eso que me hace hablar de la nada por la que todo transcurre en este caos de aparente calma.
Esto sería una gran divagación si mi instinto no diera cuenta de que lo onírico que suele ser del viaje es la parte más real del sueño. Hablo del silencio, ese que permanece una vez que se recogen las maletas y comienza nuevamente una vez que llega uno a su punto de partida.
De las ideas, los adioses frustrados con el beso del ánimo, el reconocimiento tal del rostro amatorio en plenas horas donde la madrugada se escapa como el aire en una huella sobre la arena de lo incierto.
Tengo la culpa de caer en mis propia fe sobre lo que implica la palabra felicidad: siniestra palabra, cínica idea, inevitable saturación del espacio, autoprotección del dolor, fortuna perdida, una vez en la vida para morir y despertar luego en el rincón del mundo.

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