jueves, septiembre 25, 2003

WELLCOME TO INFERNO
De las pocas ciudades que conozco del país, Monterrey se lleva indudablemente el título de Cafre's Free Style. El tránsito de miles de vehículos a altas velocidades vuelve el andar por sus calles, una experiencia vertiginosa, propia de las atracciones de Disneylandia.
De las primeras frustraciones que tuvimos al llegar a esta ciudad, la cual se nos quedó hasta la fecha del regreso, fue que no pudimos ver el Cerro de la Silla.
Las malas condiciones del clima impidieron apreciar el popular monumento natural que ha hecho famosa la región.
Desde los primeros minutos en la Sultana, como también se le conoce a está zona, el dios Tláloc dejó signadas las reglas de la estancia: Lluvia permanente.
Para quienes provenimos de una región árida en la que con suerte hay precipitaciones pluviales dos o tres veces al año, nos sorprendió que en los tres días que estuvimos en Monterrey, casi no paró de llover.
En algún momento llegué a comentarle a la gente con la que conviví en aquel lugar, que las caracterísiticas del entorno me recordaban la película Seven, eran escasos los instantes sin lluvia, siempre el agua estuvo derrámandose.
Incluso hubo quien logró atemorizarme en esta paranoia no buscada, señalandome que el nuevo diluvio acababa de dar inicio. Aseveración que creí, dadas las condiciones del tiempo.
Pero haciendo a un lado este detalle, comentaré que al llegar a Monterrey luego de sortear con el interminable vaivén vehicular, logramos hacer contacto con las autoridades culturales que nos recibirían para el Encuentro de Talleres.
Después de desayunar en un hotel que no era el nuestro, pero que parecía que contaba con un menú más o menos aceptable (cosa que en realidad no ocurrió, la comida era pésima), nos dirigimos al hotel que nos hospedaría en nuestra estancia.
El Hotel Howard Johnson fue una grata sorpresa para nosotros, sus bellas instalaciones y excelente ubicación en el corazón del centro de la ciudad, me permitió darme algunas escapadas por las principales arterias urbanas de la ciudad.
Ya para la 1 de la tarde nos conducimos al Bar Reforma, que según tengo entendido es uno de los más populares de por esa tierra. Nada extraordinario, salvo que la copa de vino (jodido kalafia) la vendían en 50 pesos, trato que no acepté.
Decepcionado por la carencía de elixir, abandoné al grupo de escritores que alegremente se embriagaba en el recinto y me introduje entre las calles en busca de una licorería, en pos de una botella de vino.
Sorprendentemente, en Monterrey, al menos en las 10 cuadras a la redonda que caminé, no pude hallar un solo establecimiento que expendiera vino tinto, ni siquiera las tiendas departamentales.
En esta ciudad norteña se entiende por vino el ron, brandy e incluso el tequila y mezcal, pero jamás el fruto de la uva.
Triste por no haber conseguido más que brebajes, regresé al Reforma para redestinarnos a lo que sería la inagururación del evento que estaba programada para las cinco de la tarde.
El acto comenzó con casi una hora de dilación, las mesas de presentación que se armaron consistieron en la participación de tres talleristas y un coordinador que debía resumir el trabajo de cada taller, pero, como suele ocurrir en estos eventos, algunos de los presentadores asumieron un papel protagónico extendiéndose de más en sus intervenciones.
Después de algunas mesas, uno de estos coordinadores realizó una dinámica en la que los presentes deberían construir un poema aportando una frase. No lo soporte, me cagan este tipo de jueguitos, por lo que decorosamente me salí a fumar un Lucky Strike mientras la lluvia sultanera arreciaba en las calles neolonenses.
Justo en este instante ví llegar a Raúl Yépez, acompañado de su amigo Salvador de la Vega.
Al Tiburón lo conocía solamente de visitadas a su página y algunos correos electrónicos, creo que es de los vatos más alivianados que cuentan con un espacio en la blogósfera.
Su carácter en la vida real no dista mucho de lo que propone en su blog, es un guey abierto que siempre está en la disposición de extender la mano.
Luego del reconocimiento inicial, los abrazos y el saludo cordial, Yépez, Vega y un servidor esperamos a que terminara la dinámica, pero tan mala fue nuestra suerte que tocó turno a otro invitado.
Se trataba de un periodista cuyo nombre no quiero acordarme, que inició su plática-conferencia-cátedra-sermón, recitando de memoria los primeros versos de Muerte sin fin de Gorostiza.
Después el vato se empezó a meter en los manejos periódisticos que le da a su programa y comenzó a narrar algunas experiencias venturosas que bla, bla, bla, me hiceron pensar seriamente que era el momento ideal para otro Lucky Strike.
Una vez que este vato concluyó su verborrea, el más perjudicado fue el maestro poeta Juan José Macías.
En el programa original, Macías cerraría las mesas de trabajo del viernes con la presentación de su libro, pero todo se vino abajo debido al tedio que dejó su antecesor, por lo que su intervención se cambió para la jornada siguiente.
Vino entonces la cena y rápidamente la organización para vivir la noche sultana, por lo que se organizaron cuadrillas para visitar distintos antros.
Yo decidí desafanarme del pelotón y opté por lanzarme con Vega y Yépez a un bar (El Kukos, creo), con la esperanza de encontrar un poco de vino tinyo.
Bueno, para este punto seguramente más de dos estarán pensando ¿y por qué chingados no se toma una cerveza y se acaba el problema?, pero que quieren, hace tiempo hice una promesa que no pienso romper.
En el Kukos tuve suerte de encontrar un par de copas de tinto y otro tanto de blanco, éso salvo la jornada. Platicar con Yépez y Vega hizo otro tanto.
Resumir la conversación me obligaría a un posteo de más extenso que no pienso redactar, solamente les comentaré que se fundó una amistad bien chingona, algo así como una nueva alianza de respeto hacia el papel y la circunstancia en las que nos tocó jugar.
Terminada la noche, el Yépez me dio un raid al hotel, donde se me ocurrió poner una porno que me costó 120 pesos (pinches careros).
Lo peor es que el video estaba para la chingada por lo que me quedé dormido hasta el día siguiente cuando me despertaron para bajar a desayunar en el hotel.
Por la ventana observé que la lluvia no había cesado, me dí cuenta que el infierno no es como lo pintan.

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