El poeta y la poesía
El paisaje literario que se manifiesta en un poema no siempre es una reacción facsímil de lo que entendemos como realidad.
El poeta puede hablar del abandono cuando un mar de gente le ahoga; llora con sus letras cuando las garras de animal le hacen salir a las calles en busca de ese motivo de carne que le acerque un poco más a la inmundicia que se origina en su corazón.
Los versos entonces se presentan como un acordeón de emociones transitorias, va el instinto a tomar el papel principal en la palabra, que no el encanto.
Distinto camino habría de recorrer el poeta si el sentimiento le provocara una nueva falta de visión ante lo ignominioso, pero el que escribe ve, aun cuando la desgracia o la ventura no se encuentren presentes.
Hay en el alma del poeta fechas postergadas, resaca de daños de un amor que nunca pudo ser eterno; están los años en su rostro, marcando cicatrices que recrean la sinceridad de un andar sin punto fijo para quedarse.
El poeta es extraño al ser extraño, el hijo del camino que como un pulso doloroso va marcando las direcciones pendientes a ser visitadas, cartas abiertas más nunca leídas, fugas de su propia libertad, es todo el equipaje que carga.
La poesía es entonces la mariposa que vuela directo a la flama, que sin premeditarlo se adentra en las llamaradas de lo certero y se calcina. Cenizas son todo lo que logramos alcanzar a recibir de la intención del poeta, el texto solamente es el residuo de una historia que jamás conoceremos por completo.
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