Del Gonzo o el verdadero Señor de los Anillos
Están pasando por la mente las imágenes que se perdieron con la distancia y el apareamiento de los demonios llamados madurez y persistencia.
Viene de pronto a mi cabeza el recuerdo de un gran amigo, pero no es que este fuera invocado, permaneció su recuerdo siempre presente en mis andanzas como lobo y hombre.
Su nombre es Gonzalo. Recibí de él un pequeño mensaje hace unos días en mi correo electrónico. Extraños son los caminos del reencuentro.
Me comentó que luego de haberse encontrado con mi primo Ángelus (al que pueden visitar en el link del Arca de Noé), supo que había subido al ciber espacio una paginilla para hacer latentes mis inconexiones mundanas.
A la par que le sucedió a él, una serie de episodios chuscos, amigables y que de manera inefable nos fueron marcando para convertirnos en lo que ahora somos, volvieron de manera tempestiva a mi conciencia.
A Gonzalo Mendoza Adriano lo conocí de manera incidental. A pesar de que íbamos a la misma secundaria, él llevaba clases un año más adelante que yo y además cursaba sus clases en el turno matutino, mientras que yo las llevaba por la tarde.
Sin embargo, fue gracias a que la casa en la que Gonzalo vivía en ese momento, justo al lado de otro gran amigo (Ricardo Medina) que con el tiempo hablaré más de él, que la conexión ‘filial’ se dio.
Entrecomillo el adjetivo porque en ese entonces, Gonzalo era una pesadilla para quienes cursaban la secu, desde siempre fue uno de los muchachos más aplicados de la clase, pero también de los más desmadrosos y aguerridos.
Esto le generó no pocos enemigos, pero siempre salía avante partiéndoles la madre, con sus anillos. Es que el Gonza se cargaba unos anillos de graduación calibre no me hagas encabronar que aplicaba con destreza en el rostro de sus agresores, cada vez que alguien venía a chingarle el alma.
Pero fuera de su agresividad, el Gonzo además de ser inteligente era muy sensible y apreciador de las amistades.
Yo lo conocí en una ocasión, de las primeras veces que en mi bicicleta visitaba a Ricardo. Salió de su casa y al notar la presencia del extraño, se me abalanzó sacando una navaja de tamaño sumamente ridículo con la cual me amenazó no sin antes decir dos o tres improperios “¿qué barrio loco?” me preguntó ante lo cual no pude lejos de ponerme nervioso, soltar una estruendosa carcajada.
Atónito ante mi reacción, no tuvo más remedio que esperar a que Ricardo saliera de su casa y nos presentara.
A partir de ese momento comenzó una de las relaciones amistosas más duraderas de mi vida.
Gonzalo, ese muchacho regordete de ojos saltones, cuidadoso de su imagen, el que siempre se bañaba en loción de lavanda y se metía a dormir a las diez de la noche, fue cómplice de muchas de mis primeras andanzas por el muladar del alcohol, tabaco y las mujeres.
Me viene a la mente la ocasión en la que fui vencido en una pelea de esas clásicas de ‘a la salida’ de la escuela.
Al verme Gonzalo golpeado, derrotado por otro cabrón que simplemente no aceptó mis reglas de caballero a la hora de la pelea (me tupieron por la espalda al caer, cuando yo había permitido una pelea limpia), simplemente el Gonzo se quedó callado y accionó el poder de sus anillos al día siguiente.
Supe por algunos de mis compañeros, que sin más argumento que verme madreado, el Gonzo acudió a donde mi agresor y le puso la golpiza de su vida, incluso se dio el lujo de cargarlo, darle algunas vueltas y lanzarlo por los aires.
Con Gonzalo me puse unas buenas borracheras ya cuando vivía yo en la ciudad del Crimen. En ese tiempo aún no me resignaba a vivir en un entorno tan lacerante como lo es la frontera y cada que podía, me largaba a visitar a mis amigos.
En su casa nos emborrachamos algunas ocasiones tomando malos brandys y fumando los cigarros que escondían sus padres en los entrepaños de la cocina.
Entre tantas borracheras, hubo una memorable en la que nos declaramos la querencia, ésa de quienes saben que la amistad perdurará más de lo que el tiempo nos sostenga cercanos.
Gonzalo tomó tal cantidad de licor que terminó vomitándose en el pasillo camino al baño de su casa. Lejos de asustarme, lo que hice –como suele suceder en estos casos- fue soltar mi carcajada nerviosa e imparable ante la situación.
Luego vino la temporada oscura. Aprender a vivir solo en una ciudad hostil no es nada grato para un adolescente, más si tomamos en cuenta que los roles que nos va imponiendo nuestro crecimiento nos impiden visitar con la frecuencia acostumbrada a quienes estimamos.
Eso pasó con mis amigos de infancia-adolescencia. Pero de este tiempo de refugiarme entre libros y acudir a aprender de los que me llevaban más de 20 años, de ser un asiduo visitante de las barras donde era extraño encontrarse con noveles adultos, Gonzalo fue el único que estuvo presente.
Durante la primera década de los noventa, gracias a que su papá trabajaba como subadministrador de Hacienda local, fue que el estimado Gonza acudió a esta tierra a recorrer las viejas alegrías en el nuevo escenario.
Eran tiempos en los que al acabársenos el dinero luego de una noche de parranda, terminábamos caminando las calles de madrugada para acercarnos a casa.
Tiempos en los que nuestra visión de la vida se iba clarificando de cierta manera, él aducía su interés por los números -quería ser contador-, mientras que yo me empecinaba en escribir.
Las visitas a la ciudad donde nací continuaron, pero de manera más espaciada. Prefería ir a donde los míos para la temporada navideña, por las razones relatadas posteos atrás.
De la casa de Gonzalo salía siempre que venía la hora de los abrazos de año nuevo.
Su familia aunque extrañada, respetaba mi postura y me veía a lo lejos fumando mi puro clandestino que mezclaba ciertas añoranzas.
Un día simplemente decidí no viajar más, ni siquiera a esas partes del país que por mucho tiempo planeé conocer con detenimiento.
Vino una nueva introspección, debía tomar el mundo por los cuernos y armándome de la palabra y el instinto salía a las calles a encontrarme.
Por defecto, perdí contacto con mucha gente que me vio crecer en ese, mi lado más sensible y bien humorado.
Perdí también la facultad epistolar y dejé de lado enviar cartas larguísimas a los seres que gestaron en mi persona tiempos de gloria y un cierto adiestramiento a la fatalidad.
Lo último que supe de Gonzalo fue que se casó y ahora tiene una hermosa familia, al menos espero que así siga.
Es casi 2004, cierro los ojos y Gonzalo está a mi lado, y aunque ahora ya me basto para defenderme ante las agresiones de quienes sienten que su valor es más grande que sus facultad de pelea, sé sinceramente, que si por alguna extraña circunstancia volviese a caer en la batalla, estará por allí rondando, Gonzalo, el tremendo Gonzo, mi amigo, el señor de los anillos.
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