No quería meterme en aguas profundas para hablar de las cosas que ha hecho mi amigo el Psycho de Nogales, pero ya que me orilla, va…
La verdadera historia de las parrandas con A.F. Schroeder*
A la hora de los cócteles, Antonio Flores Schroeder es el elegante número uno. Lejos queda su personalidad nerviosona de la cual todos los que lo han conocido en alguna redacción tienen perfecta referencia. El constante movimiento de su pierna (a intervalos la izquierda o derecha), es el más claro síntoma de que un nuevo espasmo de locura laboral lo apresa y que pronto va a estallar.
En la ciudad del crimen, el sector turístico viejo para irse a emborrachar comprende lo que es la avenida Juárez hasta la calle 16 de septiembre en el rango entre las avenidas Francisco Villa y Mariscal.
Es en este sector donde se sitúa la primer anécdota que narraré a continuación.
Acostumbrado a seguir a las mujeres que repletan un bar (ya sea de moda o clásica cantina), Schroeder se la pasa probando la estancia con los perfumes de quienes ahí convergen.
Desde siempre asegura que las mezclas de olores, que van de lo fresco a los hedores le producen cierta exitación "rico, rico es el olor en cualquiera de sus presentaciones", explica de entrada a cualquier cantinera para ganarse un buen servicio.
Mientras la clienta va llenando el lugar, el que fuera mi distinguido compañero de parrandas hace un par de años, se ponía a hacer poemas con ademanes, según él, recitándole a las musas etéreas.
Claro que estas reacciones provocaban risas gratuitas lo mismo en mujeres y los hombres, por lo mismo decidí que los encuentros con mi camarada se realizarán siempre en el mismo bar, para que el secreto de su afición pasara siempre por las mismas puertas.
Sin embargo, en las últimas ocasiones que tuve la oportunidasd de beber con Schroeder, allá cuando las heridas de su divorcio estaban recién hechas, conocí de cerca su locura.
En una ocasión se obsesionó tanto con el olor del cabello de una mujer que se encontraba en El Recreo, que insistía en acercársele para estarla olfateando; al principio provocaba risillas nerviosas entre quienes rodeaban a la susodicha (una directora de teatro local cuyo nombre me reservare), pero después la gente comenzó a preocuparse.
Aparte de que el camarada Flores pasaba por un mal momento emocional, el económico no era del todo favorable, pero eso no impidió que junto con un servidor abusaramos de la camaradería de Juan Pablo Santana, gorreándole algunos drinks para terminar más que pedos, pedísimos.
Bueno, pues fue en ese trayecto al ad nirvana de Baco, que mi amigo comenzó a enredarse en el cabello de su musa, a jalarlo y ponerselo como bigotes, para finalmente intentar no besarlo, sino lamerlo.
Por supuesto que este tipo de actos provocaron que la mujer se inquietara por lo cual terminamos siendo alegremente despedidos de esas instalaciones.
Al salir, Schroeder, como todo un loco que se consolidaba esa noche, gritaba sin cesar ¡Estamos en París!, ¡Estamos en París!, llamando la atención de la gente de la acera de enfrente que cerraba los establecimientos comerciales en la zona centro. Cabe señalar que ese grito de guerra, el de París, ya lo había hecho con anterioridad, pero esa historia (la del choque y los chingazos, ¿recuerdas Schroeder?) la dejaré para mejor ocasión.
Volviendo al relato. Obviamente no tuve más remedio que callar a Antonio tapándole la boca, pero como pudo se safó y salió corriendo para meterse en el Un Genio, un bar donde término cantando una canción de Rocío Dúrcal y Juan Gabriel, (esa que dice ¿No tienes nada, nada. Nada, nada?) con la cual, después de los vitores y halagos que recibió conseguimos para seguir por un rato la borrachera.
El problema se nos presentó cuando terminamos la pachanga, ya que como buenos bebedores, a altas horas de la madrugada nos moríamos de hambre. Pues bien, luego de confirmar que carecíamos de medios para comprar algo de comer, Schroeder pidió que lo llevara a la casa de sus suegros, de donde alegremente (salió dando risotadas y gritos paranoicos), había tomado un par de lámparas de la sala, las cuales serían utilizadas para dejarlas en prenda en el estanquillo donde iriamos a comer.
Lo divertido del caso, es que la en ese entonces suegra Flores Schroeder salió gritando tras él y cuando por fin mi compañero de parranda logró subirse al auto, ya llevaba fácilmente media docena de chingadazos en distintas partes del cuerpo y unos graciosos arañazos en la cara.
Después de comer unas tortas de bistek sin cebolla en los lonches de Salomón cada quien partió a su morada.
La próxima historia de Schroeder que contaré (si es que insiste en "calumniarme") es la de cuando lo sacaron del Bar Chamucos por vaciarles una cerveza a dos tipos a los que acusaba de gays… (¡y sabes que es cierto Psycho!)
*Una parte de esta anécdota, fue tomada de Obregón
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