DECIDIMOS REÍR
Me veo andando de madrugada, dando tumbos, llorando, solitario, perdido en mi perdición. Me veo ahí tirado a media calle, adormecido, navegando entre mi intoxicación etílica y el delirio de querer desprenderme de la realidad de una vez por todas. Me veo amablemente acompañado por las fuerzas de seguridad, que llegan por decenas y me examinan, me interrogan, me sacan lo poco de efectivo que hay en mi cartera, me amenazan con pasar la noche tras las rejas, me juzgan, me sentencian, me dejan en libertad.
Yo sólo pienso en andar otra vez, en llegar a casa, a alguna casa, aunque mis piernas ya casi no responden y me duelen los tobillos y me duele la calma de mis pesares, pero sigo caminando y es la madrugada una puerta al vacío.
La avenida 16 de septiembre se transforma en Triunfo de la República y mis pasos se detienen frente al periódico. Busco a Ohara, lo llamo a gritos. Sale un guardia y tras observarme en sentido defensivo me reconoce y pregunta por quién preguntó, le respondo y minutos después, frente a mi aparece Ohara.
Platicamos varias horas, aún sigue siendo la noche, hablamos del dolor, de los años que han pasado, del río de violencia por el que hoy navegamos, mejor dicho sorteamos, mientras nuestras palabras se escuchan en tono más maduro, sin permitir que el desencanto nos atrape, decidimos reír, incluso de esta vida que ya no es tan vivida.
Hablamos del amor perdido, de la nostalgia por aquellos amigos ausentes, esos que se marchan por el cambio de intereses, por haberse quitado la máscara; hablamos de los amores que ya no volverán, de los seres queridos que han muerto, de aquellos que murieron mucho antes, cuando la soledad terminó por derrotarlos.
Sale el sol, es claro signo de la despedida, un último cigarrillo, checar las alforjas, delimitar el trayecto y hacer la parada a un camión para marcharme a casa, no sin antes dejar un abrazo a Ohara, mi gran amigo, el señor de la madrugada. Oz.
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